En el lenguaje común la palabra “justicia” recuerda el respeto a los derechos humanos, la exigencia de igualdad, la distribución equitativa de los recursos humanos, los organismos llamados a hacer respetar las leyes.
¿Es ésta la justicia de la que habla Jesús en el “sermón de la montaña”, del que está sacada esta bienaventuranza? También, pero ésta viene como consecuencia de una justicia más amplia que implica la armonía en las relaciones, la concordia, la paz.
El hambre y la sed recuerdan las necesidades elementales de cada individuo, símbolo de un anhelo profundo del corazón humano nunca plenamente saciado. Según el Evangelio de Lucas, Jesús habría dicho sencillamente: “Bienaventurados los que tienen hambre”[1]. Mateo explica que el hambre del hombre es hambre de Dios, el único que puede saciarle plenamente, como comprendió muy bien San Agustín que, al principio de las Confesiones, escribe la famosa frase: “Nos has hecho para ti y nuestro corazón no tendrá descanso hasta que no descanse en ti”[2].
El mismo Jesús dijo: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba”[3]. Él, a su vez, se alimentó de la voluntad de Dios[4].
Justicia en el sentido bíblico, significa, por tanto, vivir en conformidad con el proyecto de Dios sobre la humanidad: la pensó y la quiso como una familia unida en el amor.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados»
El deseo y la búsqueda de la justicia están desde siempre inscritos en la conciencia del hombre, el mismo Dios se los puso en el corazón. Pero, a pesar de las conquistas y de los progresos hechos a lo largo de la historia, ¡qué lejos está la plena realización del proyecto de Dios! Las guerras que también hoy se combaten como el terrorismo y los conflictos étnicos, son la señal de las desigualdades sociales y económicas, de las injusticias, de los odios.
Los obstáculos a la armonía humana no son solamente de orden jurídico, es decir, por la falta de leyes que regulen la convivencia; estos dependen de actitudes más profundas, morales, espirituales, del valor que damos a la persona humana, de cómo consideramos al otro.
Sucede lo mismo en el orden económico: el creciente subdesarrollo y la diferencia entre ricos y pobres, con una desigual distribución de los bienes, no son fruto solamente de ciertos sistemas productivos sino también y sobre todo, de opciones culturales y políticas: son un hecho humano.
Cuando Jesús invita a dar el manto a quien pide la túnica, o a caminar dos millas a quien pide que camines una con él[5] indica un algo “más”, una “justicia mayor” que supera la de la práctica legal, una justicia que es expresión del amor.
Sin amor, sin respeto por la persona, sin atención a sus necesidades, las relaciones personales pueden ser correctas, pero pueden convertirse en burocráticas, incapaces de dar respuestas decididas a las exigencias humanas. Sin amor no habrá nunca justicia verdadera, no se compartirán los bienes entre ricos y pobres, no habrá atención a la singularidad de cada hombre y mujer ni atención a la situación concreta en la que se encuentran. Los bienes no se mueven solos, son los corazones los que deben moverse y hacer que los bienes se muevan.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados»
¿Cómo vivir esta Palabra de vida?
Mirando al prójimo por lo que realmente es: no solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental ante todos, sino como la imagen viva de Jesús.
Amarlo aunque sea enemigo, con el mismo amor con el que el Padre lo ama y por él estar dispuestos al sacrificio incluso supremo: “Dar la vida por los hermanos”[6].
Viviendo con él en la reciprocidad del don, en el compartir los bienes espirituales y materiales, para llegar así a ser una sola familia.
Entonces, nuestro anhelo de un mundo fraterno y justo, así como Dios lo ha pensado, se hará realidad. Él mismo vendrá a vivir en medio de nosotros y nos saciará con su presencia.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados»
Aquí tenemos cómo nos cuenta un trabajador su dimisión: “La compañía en la que trabajo se ha fusionado hace poco con otra compañía del mismo sector. Después de esta fusión, me pidieron que revisara la lista de trabajadores porque en la nueva organización del trabajo tres de ellos debían ser despedidos.
Sin embargo, tal disposición no me pareció fundada sino al contario, más bien apresurada, expeditiva, tomada sin ninguna consideración por las consecuencias de carácter humano que comportaría a los interesados y a sus familias. ¿Qué hacer? Recordé la Palabra de vida. El único modo era hacer como Jesús: ser el primero en amar. Presenté mi dimisión y dije que no firmaría los tres despidos.
No aceptaron mi dimisión y aun más, me preguntaron de qué modo pensaba colocar a los empleados en la nueva organización. Yo ya tenía preparado el nuevo plan del personal que hacía ágil y muy útil la colocación de todos en los distintos sectores. Aceptaron y nos quedamos todos a trabajar”.